Artículo escrito por: A PASO FIRME
En
la literatura encontraremos muchísimos estudios que abordan la cuestión de la
justicia, cada uno de esos estudios busca definirla de forma meridianamente
clara a efectos de comprender qué es ese concepto tan antiguo como nuestra
existencia y que pretende poner en orden la convivencia social, otorgando con
ello un marco respecto de que todo aquello que se aleje del ius o “lo justo”
como lo definieron los griegos, es simplemente injusto. En nuestro proceso
evolutivo hemos ido construyendo un complejo andamiaje que entregue sustento a
lo justo y para ello el marco que la contiene, que no es otra cosa que un
conjunto de leyes que la rigen y que sancionan actos o expresiones que de ella
se alejan.
De acuerdo con lo anterior, la
justicia debería ser la máxima expresión de valor que posee un pueblo o la “polis”
como la conocían los griegos, o una sociedad en su conjunto que más tarde decantaría
en Estado y que comenzó a fraguarse alrededor del año 1648 con el tratado de Westfalia
– que no es otra cosa que el fundamento de la existencia de estados frente a la
concepción feudal que imperaba – y que termina de madurar en su concepción pasado
100 años a través de la revolución francesa en 1789 donde se separan los
poderes del Estado en 3: El que gobierna, El que legisla y El que imparte
justicia, origen de un Estado – quizás liberal – apoyado y propiciado por
pensadores franceses, pero que aún no termina de perfeccionarse, donde no
podemos pasar por alto sus 3 características principales que establecen primero
la necesidad de un territorio donde establecerse, en segundo término un
conjunto de normas que van desde la costumbre a una ley y en tercer lugar
autoridades capaces de velar porque esas costumbre o leyes se respeten, parece
simple de comprender, sin embargo 400 años más tarde todo indica que aún no
terminamos por ponernos de acuerdo.
Toda esta introducción la he realizado
desde la óptica que provee mezclar un poco de sentido común, otro poco de disciplina
obtenida de la lectura y finalmente como miembro activo – con derechos y deberes
– de una sociedad que intenta construir con todas sus legítimas diferencias un
objetivo común de desarrollo equitativo, oportuno y justo. Hay sin lugar a dudas,
una visión que me otorga un derecho que considero inembargable y que es el de la
libertad de expresión y el convencimiento que la libertad es uno de los valores
fundamentales de una sociedad que comprende la importancia de las relaciones
sociales, su intercambio de ideas y aporte a la convivencia, por lo cual debe
ser resguardado para jamás perderlo, pero todas aquellas libertades que son
comprendidas como derechos, sólo pueden ser ejercidas si conllevan una
equitativa dosis de responsabilidades.
Ante lo descrito precedentemente, nos
resta solamente aterrizar forzosamente en la cruda y triste realidad, donde nos
peleamos a diario primero por desarrollarnos de forma equitativa, oportuna y
justa.
En este pretencioso y breve ensayo,
sólo me detendré en el rol de la justicia que le corresponde al poder judicial,
a efectos de explicar por qué creo que esta aparente realidad o percepción
sobre la falta de justicia, es parte de la descomposición que afecta a nuestra
democracia; para ello es necesario comprender por qué se dice que “La justicia
es ciega” y que para ello ha sido representada en una mujer con los ojos
vendados y con una balanza en una mano y una espada en la otra, el mensaje que
se quiere transmitir es que al ser ciega no responde a favoritismos, se basa en
hechos comprobables representados en la balanza y que aplica con vigor las
sentencias y que bien representa en la espada. Visto así, da la impresión o se
tiene la percepción colectiva que en realidad en no pocas ocasiones la justicia
no es ciega sino tuerta y que en una de sus manos no tiene una balanza sino un
conjunto de perversos estímulos y en la otra mano tampoco tiene una espada sino
más bien tiene una varita mágica, donde luego de ponderar con todas estas curiosas
características hace aparecer o desaparecer el castigo o sanción que originalmente
la invocó para impartir justicia.
Así entonces, tenemos toda clase de aparentes
aberraciones o injusticias que dificultan la convivencia social y que terminan
por colmar la paciencia de una sociedad que de una u otra forma se ve afectada
por sus curiosas y hasta irrisorias sentencias; pero ¿dónde reside el problema
de impartir justicia?, ¿está en las iniciativas que el poder ejecutivo envía al
legislativo?, ¿está acaso en las leyes que el poder legislativo ha dispuesto para
que el poder judicial aplique?, ¿Está en la calidad de los legisladores que
redactan las leyes?, ¿está en lo interpretativo de nuestro cuerpo legal?, todas
estas preguntas son válidas y a la vez muy complejas de responder, abrir un
debate serio sobre ello quizá sea una iniciativa que se debe promover para que
ocurra a la brevedad; no parece razonable que sigamos promulgando leyes que son
abiertamente ineficientes respecto del origen que las motivó, o están llenas de
interpretaciones o lisa y llanamente están tan mal hechas que resultan
inaplicables. A lo anterior no solamente le afecta la calidad de las leyes,
sino también le asiste la calidad de quienes han sido llamados a impartir
justicia, es que en el último tiempo asistimos a una generación de abogados convertidos
en jueces, surgidos de escuelas de derecho con una dudosa reputación tanto en
quienes los forman y respecto del nivel de exigencia que imponen en sus
estudiantes, lo que finalmente decanta en el bajo nivel – y en algunos casos
escaso nivel – de preparación que tienen los nuevos integrantes del poder
judicial.
Pongámonos serios y quitémonos la
venda de los ojos, reconozcamos que hay toda una diversa fauna de jueces que van
desde aquellos que son capaces de juzgar y peor aún condenar a través de
ficciones jurídicas, hasta jueces que aún con todos los antecedentes crudamente
expuestos terminan fallando de forma aberrante, liberando con ello de toda
responsabilidad a probados psicópatas, narcotraficantes, asesinos, violadores o
reincidentes delincuentes comunes y si por alguna extraña razón no los han
liberado del todo de su responsabilidad, les aplican sanciones o penas como “prohibición
de acercarse a la víctima”, “arresto domiciliario total o nocturno”, esto es más grave aún en repetidos casos que han generado conmoción pública respecto de abusos sobre menores donde hemos presenciado cómo la justicia ha generado mecanismos de revisión de condenas para decretar indultos o rebajas de condena que la ley contempla y sobre los cuales debemos permitirnos dudar al menos del análisis psicológico de los condenados que con todo derecho aspiran a su libertad, pero eso
no es todo, las hay también otras absurdas como por ejemplo aquellas que condenan a “clases de ética” a los
infractores de ley, todas ellas, medidas que resultan en un insulto, una
bofetada o escupitajo directo al rostro de los afectados directos o sus
familiares que confiaron en la justicia, ese mal armado mecanismo que la
sociedad ha supuestamente pulido para asegurar la convivencia. ¿Quién responde
por el daño irreparable que genera la injusticia?, me refiero al daño
psicológico individual a las víctimas y al daño social que aquellas injusticias
generan y que una a una se van acumulando en el colectivo y que finalmente
terminan por estallar, generando con ello problemas aún más graves y que forman
parte del caldo de cultivo ideal que algunos muchos utilizan para promover el
caos que pone de cabeza el verdadero e ineludible rol del Estado asegurado en el
artículo primero de nuestra constitución política de la república, esto es, Las
personas nacen libres e iguales en dignidad y derechos; claro, nacemos
libres, pero todo indica que conforme vamos creciendo ya no somos ni iguales en
dignidad ni en derechos, ¿Cómo es entonces que nos desperfilamos a medida que crecemos?,
¿Es la cuna?, ¿Son las oportunidades?, ¿Es el entorno?, yo voy a llegar hasta
aquí y me limitaré a dejar planteadas las inquietudes, con el propósito que este
mensaje sea recogido y atendido responsable y diligentemente por especialistas,
para alcanzar una justicia que sea verdadera, equitativa y oportuna, recordando
finalmente que cuatro características corresponden al juez, esto es, escuchar cortésmente,
responder sabiamente, ponderar prudentemente y decidir imparcialmente.