Han pasado más de cincuenta años
desde que Chile, dividido por ideologías irreconciliables, casi se desangra a
sí mismo. No fue un terremoto, ni una guerra extranjera, sino una destrucción
interna, una implosión provocada por el afán de imponer un régimen socialista
radical, liderado por Salvador Allende, que fracturó al país, destruyó la
economía, desató violencia y llevó a enfrentar a chilenos contra chilenos.
Hoy, medio siglo después, cuando
ya se creía que esas lecciones estaban aprendidas, Chile se encuentra
nuevamente frente al mismo abismo, esta vez disfrazado de democracia, con
la posibilidad real de elegir presidenta a una comunista: Jeannette Jara.
¿Cómo se llega a esto? ¿Qué debe
pasar en una sociedad para querer revivir su propia tragedia?
La respuesta no está en el
presente. Está - a mi juicio - en las décadas de abandono, en una batalla cultural que se
perdió en silencio. Mientras la política se reordenaba en los 90’s tras la
recuperación democrática, se cometió un acto que pasaría inadvertido, pero que sería
decisivo: la eliminación de la asignatura de Educación Cívica. No hubo
debate, no hubo alerta, no hubo resistencia y, con ese acto, se arrancó de
raíz el deber ciudadano de conocer la historia, de entender las instituciones,
de saber cómo funciona y se protege una democracia.
Mientras tanto, los que perdieron
en el plano político —los derrotados del proyecto de la UP— ganaron en el
terreno de las ideas, de los símbolos, del lenguaje, del relato. Y nadie se
los impidió. Contaron la historia como quisieron, como si hubieran sido
víctimas inocentes de una tragedia sin causa, como si la violencia, el quiebre
institucional y la insurrección no hubiesen existido.
Se impuso su versión en las
aulas, en la cultura, en los medios y, lo que es peor, en la conciencia de los
más jóvenes, los mismos que más tarde se convertirían en la generación de
reemplazo de una sociedad que había decidido esconder la fractura en vez de
trabajar por sanarla. Mientras el país retomaba su rumbo democrático, se
perdió una oportunidad histórica: la de contar con verdad y por dolorosa que
resultara, con matices y sin eufemismos, lo que realmente ocurrió durante los
años de la Unidad Popular y sus consecuencias. Padres que callaron por
temor o cansancio, profesores que optaron por la comodidad ideológica o el
adoctrinamiento, una prensa más preocupada de los símbolos que del fondo y, una
clase política que eligió el consenso artificial por sobre la pedagogía cívica,
todos fueron parte del pacto tácito de silencio o de distorsión.
En vez de abrir espacios de
diálogo intergeneracional donde el dolor, la responsabilidad compartida y las
lecciones del pasado sirvieran como cimiento de una democracia robusta y madura,
se optó por reescribir la historia en blanco y negro, con héroes y villanos
definidos por conveniencia, no por hechos. Así, los jóvenes crecieron
sin comprender realmente qué fue lo que sus padres y abuelos vivieron, sin
dimensionar las causas reales del quiebre institucional y, mucho menos el
peligro de repetir ese mismo error con otras palabras y rostros nuevos. El
resultado fue una generación desconectada de su raíz histórica, más emocional
que racional, convencida de que todo lo anterior fue oscuridad y represión, y
que lo nuevo —aunque radical— representa dignidad y justicia.
Ese fue el triunfo más
silencioso, pero más profundo, de una batalla cultural que nunca se quiso dar: la
entrega del relato nacional a quienes fueron derrotados políticamente, pero que
supieron ganar en el terreno de las conciencias.
Chile abandonó la
responsabilidad y abrazó la comodidad. Se dejó de hablar de deberes, de
esfuerzo, de sacrificio. Se exaltaron los derechos como si fueran eternos,
automáticos, desvinculados de cualquier compromiso. La prosperidad alcanzada
gracias al trabajo de millones fue vista no como una conquista, sino como una
deuda pendiente. La meritocracia fue reemplazada por la victimización; la
libertad por la igualdad forzada; la superación personal por el resentimiento.
Y así, generación tras
generación, se incubó una cultura que desprecia el trabajo como camino a la
libertad. A los jóvenes se les enseñó que el trabajo es una forma de
opresión, que esforzarse es someterse, que enriquecerse por medios propios es
ser cómplice de un sistema injusto. La narrativa marxista se filtró en las
rendijas de la democracia, no con armas, sino con eslóganes, con frases
bonitas, con canciones de moda y con profesores adoctrinados.
Se instaló la idea perversa de
que el trabajo enriquece al rico y empobrece al pobre. Que el esfuerzo es
explotación. Que merecer la felicidad no depende de ganársela, sino de exigirla
como derecho. Y así, el joven chileno dejó de mirar al futuro como un
desafío, y comenzó a mirarlo como una promesa que otro le debe cumplir.
La batalla cultural se perdió
porque nadie la quiso dar. Porque los que sabían, callaron. Porque los que
gobernaban, transaron. Porque los que se enriquecieron con el modelo, jamás lo
defendieron. Y porque una sociedad que solo quiere ser feliz, pero no
responsable, está condenada a ser esclava de quienes sí tienen un proyecto
claro… aunque sea totalitario.
¿Qué ocurrió adicionalmente?
¿Cómo una sociedad que vivió en carne propia los efectos de un experimento
ideológico puede hoy, sin mayor resistencia, abrirle nuevamente la puerta?
La respuesta es compleja, pero
dolorosamente clara: falló la memoria colectiva.
Chile, como tantas otras
sociedades, cometió el error de pensar que el paso del tiempo cura todas las
heridas. Pero no basta con el tiempo; se necesita conciencia, educación, verdad
y valentía para enfrentar lo que fue. En vez de enseñar la historia reciente
con honestidad, se la escondió, se la minimizó o, peor aún, se la
reinterpretó con fines ideológicos. En los colegios, universidades y medios
de comunicación, se borraron matices, se idealizó al pasado y se demonizó
selectivamente al adversario.
Las nuevas generaciones que nunca
necesitaron hacer una fila indigna y forzada para obtener un trozo de pan, han
sido criadas con una visión parcial, superficial, a veces romántica, del
socialismo revolucionario. Se les ha hablado de "luchas sociales", de
"resistencias populares", de "dignidad arrebatada", pero no
se les ha contado que en nombre de esas luchas también se sembró el caos, se
intentó subvertir el orden democrático, y se arrinconó al menos a medio país.
La falla de la sociedad no fue
el conflicto, sino el silencio posterior. Nos volvimos cómodos. Los que
vivieron aquellos días prefirieron callar, por dolor, por miedo, por cansancio.
Y las instituciones —los partidos, los medios, la educación— no cumplieron con
su deber de preservar la memoria crítica.
¿Será que el tiempo nos juega en
contra? Sin duda. El tiempo, cuando no se acompaña de memoria, es un
cómplice del olvido. Y el olvido es el terreno fértil para repetir errores.
La juventud de hoy no recuerda, porque no vivió. Y muchos adultos tampoco
enseñaron, porque no supieron cómo hacerlo o no quisieron remover viejas
heridas.
Hoy vemos cómo las promesas del
populismo vuelven a encantar: derechos para todos, justicia social, enemigos
comunes, refundaciones. Pero lo que se oculta —como ayer— es el precio: la
libertad, la institucionalidad, el respeto al otro, la paz.
Chile está a punto de tropezar
con la misma piedra, no por ignorancia, sino por negligencia moral. Porque
una sociedad que no protege su historia, que no defiende su verdad, que no se
reconoce en sus propios errores para no repetirlos, está condenada a
revivirlos. Y esta vez, el costo podría ser aún mayor.
Hoy Chile no está al borde de
repetir su historia. Ya comenzó a hacerlo. El olvido, el abandono de los
valores republicanos, la confusión moral, el desprecio por el mérito y el
adoctrinamiento disfrazado de justicia social han pavimentado este camino.
Y si no se despierta pronto, si
no se recupera la memoria, si no se defiende la verdad, será demasiado
tarde. No por culpa de un partido ni de una candidata, sino por culpa de
todos nosotros.
Felicitaciones. Sin duda una historia para meditar y recordar. Una oda a la envidia. Lo que hasta hoy nos tiene divididos. Ya no se trata de izquierda y derecha, de comunistas o fachos, de oposición y oficialismo. No se trata de tener o no tener. Se trata de quitarle al que tiene más, solo por envidia, aunque con eso destruyamos nuestro futuro.
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