Escrito por: A PASO FIRME
El mundo está ardiendo y no es una metáfora, es la escena literal de
un planeta descompuesto: guerras que se multiplican como plagas, economías
fracturadas, oleadas de migrantes que huyen de todo menos de la desesperanza, y
una élite global que juega ajedrez sobre un tablero de ruinas. Mientras tanto,
en Chile, seguimos discutiendo a Allende y a Pinochet como si aún estuvieran
vivos. Y quizás lo están, no en cuerpo, pero sí en espíritu: los extremos los
han resucitado para seguir desgarrándonos por dentro.
A más de medio siglo del quiebre institucional de 1973, no hemos
aprendido nada. Absolutamente nada. Ni del socialismo mesiánico que
prometía el paraíso sin tener pan, ni del gobierno cívico-militar que trajo
orden al precio de la sangre. No hay superación, no hay madurez política. Sólo
hay una disputa obscena por ver quién manipula mejor el trauma nacional.
Hoy nuestro país se enfrenta a una nueva encrucijada, y no es menos
peligrosa que la de entonces. La polarización no es una amenaza futura: es
la realidad presente. Lo más triste es que no se debe a las ideas, sino a
la falta de ellas. Los discursos se repiten como letanías de odio: unos
prometiendo que vendrá el hambre de la UP si gana la izquierda; otros
advirtiendo que sin una mano firme y dura como la del general Pinochet no hay
futuro posible. ¿Ese es el debate que nos merecemos en 2025?
Y el “centro”, ese supuesto espacio de moderación no existe. No
tiene rostro, ni voz, ni alma. Fue devorado por su cobardía, por su falta de
convicciones, por su terror al conflicto. Ya nadie cree en los acuerdos, porque
nadie los encarna. El centro político no es opción: es un fantasma que recorre
pasillos del Congreso sin decir nada, sin hacer nada, sin representar a nadie.
Y cuando creíamos que el cinismo había tocado techo, aparece ChileVamos.
Esa pseudo derecha que ahora nos pide a gritos unidad para enfrentar al
comunismo, como si recién lo hubieran descubierto. Como si no hubieran sido
ellos quienes lo alimentaron, le abrieron las puertas y entregaron cuotas de
poder. ¿O acaso no empoderaron a Jeannette Jara, hoy presidenciable del PC, sin
el menor pudor? Ahora nos llaman a “cerrar filas” para impedir su triunfo, como
si fuéramos idiotas, como si no fuera evidente el doble juego, el plan burdo:
levantar al monstruo, y luego llegar como salvadores. Es como si un pirómano se
quejara del incendio que él mismo provocó; es una bofetada a la inteligencia
del electorado y, lo que es peor: es una burla a la historia.
Hoy la política chilena es un mercado de apariencias: no importa lo
que haces, sino a quién logras culpar. Los partidos tradicionales ya no existen
para proponer un país, sino para sostener sus propios privilegios. Se han
enquistado en una sociedad apática, desconectada de la política y alejada de
cualquier noción de responsabilidad cívica. Esa misma anomia, esa renuncia
colectiva a involucrarse, nos ha sumido en un caos valórico profundo. Hemos
perdido el ethos que alguna vez nos cohesionó, ese sentido compartido de
propósito y pertenencia que, con todos sus defectos, nos permitió avanzar hacia
la prosperidad. Una prosperidad que no supimos valorar ni cuidar. Pagamos el
precio por despreciar todo lo que no fuera nuestro metro cuadrado, por
abandonar la idea de nación en favor del confort individual. Hoy no hay
estrategia, no hay proyecto, no hay misión ni visión de país. Sólo hay cuotas,
hay listas, hay cocinas políticas y operadores reciclados, en cambio, hay un
pueblo que grita por lo más básico: vivir sin miedo, caminar sin ser violentado,
que el asesino no salga libre y que el corrupto pague caro su osadía, que la
frontera exista para mantenernos alejados de las redes de narcotráfico y los
indeseados, que el sueldo alcance y que la justicia funcione. Nada más. Nada
más.
Pero ni eso
pueden ofrecer.
No se equivoquen: este hartazgo no es de derecha ni de izquierda, es
de sentido común. Es el clamor de esa mayoría silenciosa que no quiere
volver al 73, pero que tampoco quiere aceptar que 2026 empiece a parecerse. Esa
mayoría no quiere discursos con olor a naftalina, ni líderes de utilería
fabricados para la coyuntura. No quiere apretones de mano falsos ni abrazos
cínicos. Lo que exige es claro: seguridad, orden y justicia. Y eso no
debería encontrarse en los extremos, no deberíamos vernos forzados a repetir
historias con finales tristes. Sin embargo, aquí estamos otra vez, mirando
hacia un extremo de la misma cuerda, el único que parece ofrecer algo parecido
a coraje, aunque haya sido convenientemente tergiversado por quienes necesitan siempre
que elijamos entre democracia o caos, como si no existiera otra salida.
No nos
perdamos en esa trampa. No hay ni habrá posibilidad alguna de reeditar los
casi 17 años del gobierno cívico-militar, y no por moralismo, sino por una
razón muy simple: no podemos seguir creyendo que las Fuerzas Armadas
resolverán lo que el poder civil no ha tenido el coraje de enfrentar.
Porque cuando los políticos fallan, cuando no asumen sus errores, lanzan a
otros al fuego para salvarse ellos. Y lo peor es que muchos de esos mismos
siguen hoy circulando por los pasillos del poder, impunes, vendiendo recetas
fracasadas que aún encuentran compradores. Compradores no por convicción, sino
por falta de agallas.
Pero esta crisis no es obra exclusiva de los corruptos, de los
ambiciosos ni de los fanáticos, no nos perdamos en aquello, también es fruto
del silencio de quienes miran para otro lado, de los que se acostumbraron al
deterioro, de los que prefieren callar para no incomodarse. Las grandes
ruinas de las naciones no se levantan sólo por la acción decidida de quienes
hacen el mal, sino también por la pasividad de quienes, pudiendo impedirlo,
optan por no hacerlo. Cada vez que renunciamos a involucrarnos, a exigir, a
pensar críticamente, abrimos una grieta más en el edificio de nuestra
república. Y cuando finalmente se venga abajo, no podremos decir que no lo
vimos venir, porque lo vimos y sencillamente lo dejamos pasar.
El precio de mirar hacia el lado no es sólo la pérdida de la
libertad: es tener que vivir bajo el dominio de quienes jamás debieron gobernar
y, eso es algo que las generaciones actuales parecen no comprender, porque
no lo han experimentado como nosotros. Al fin y al cabo, nadie puede hablar
del sabor del jugo de naranjas si nunca lo ha probado, pero la pregunta es
otra: ¿Es necesario beber cicuta para entender que puede matarnos?
Porque si no despertamos a tiempo, serán precisamente los indiferentes, los
porfiados, los corruptos o los peores quienes decidan, con su pasividad o su
obstinación, condenarnos a repetir la historia que tanto costó escribir… y aún
más, superar.
La historia no va a absolver a nadie y menos a los cobardes. Chile ya no necesita más mártires ni caudillos: necesita adultos, adultos responsables.
Hola, Quedé impresionada con tu columna, de una lucidez que de verdad nos invita a replantearnos como sociedad cívica, aquella que sigue alimentando al monstruo de indiferencia, la apatía y anomia social. Gracias por tu reflexión.
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