A propósito de una iniciativa
parlamentaria que apareció estos días en
las noticias y, que busca sancionar con cárcel a quienes difundan
investigaciones penales en casos que estén como reservados por la justicia y
que lo han llamado “moción de protección de antecedentes en proceso penal”, ha
surgido mi interés de darle una vuelta respecto de las implicancias de esta
iniciativa, para ello me valí de la experiencia de lecturas previas, consulté
otras de estudiosos sobre el tema y si bien no soy filósofo — y mucho menos un
modelo de virtud —, me atreveré a abordar este tema con una óptica filosófica,
ética e incluso moral, con la humildad de quien sabe que razona desde sus
propias contradicciones… como todo buen ser humano que se respete.
La reserva del caso, una figura
procesal común en los sistemas de justicia penal se establece para proteger la
eficacia de las investigaciones, resguardar los derechos de las partes
involucradas y evitar la contaminación de pruebas o la fuga de sospechosos. En
Chile, como en otros países, el Ministerio Público puede decretar la reserva
para restringir la difusión de información durante etapas sensibles del proceso
investigativo. No obstante, esta medida entra en tensión con el derecho a la
información y la libertad de prensa, pilares fundamentales en una democracia.
Este breve análisis y reflexión en función de lecturas previas sobre el tema,
más mi propio entendimiento basado en lo que comprendo por sentido común,
explora estas tensiones a la luz de las reflexiones de pensadores clave de la
filosofía política, ética y del derecho, proponiendo dos líneas argumentativas:
una que condena la transgresión de la reserva, y otra que la justifica bajo
ciertos principios democráticos.
Desde una perspectiva que
privilegia el orden, la seguridad y la integridad institucional, la reserva del
caso cumple un rol fundamental. Thomas Hobbes, en Leviatán, argumenta
que el Estado debe garantizar la paz y el orden, y que los ciudadanos deben
ceder parte de su libertad para asegurar estos bienes comunes, yendo un poco
más allá, Hobbes trata en este libro sobre la justificación del poder absoluto
del Estado como garantía de paz y seguridad y argumenta que, sin un gobierno
fuerte, los humanos vivirían en un estado de guerra constante, por lo que es
necesario un soberano con poder total para mantener el orden social, claro que
ahí podríamos desviarnos un poco del tema y estar yendo demasiado lejos, sin
embargo, desde esta óptica, divulgar información, según Hobbes, reservada
socava la autoridad legítima del Estado y puede generar caos o frustrar la
administración de justicia.
Immanuel Kant, en su Metafísica
de las costumbres, enfatiza la necesidad de respetar el deber y las normas
como imperativos categóricos. Filtrar información en contra de una orden
judicial o fiscal representa, en este marco, una falta grave al deber cívico y
moral. La transgresión implica instrumentalizar a otros (los investigados, las
víctimas, la sociedad) con fines posiblemente ajenos al deber moral, lo que
para Kant es éticamente inaceptable.
John Rawls, en su Teoría de la
justicia, podría respaldar la reserva como parte de un sistema jurídico
justo. Según Rawls, las instituciones deben operar bajo principios que todos
aceptarían desde una "posición original" de equidad. La reserva
protege la imparcialidad del proceso judicial, y su transgresión podría minar
la justicia procedimental, afectando la confianza en el sistema.
Por el contrario, desde una perspectiva que prioriza la libertad individual, el escrutinio público y el control del poder, se puede defender la filtración como un acto legítimo, incluso necesario. John Stuart Mill, en Sobre la libertad, sostiene que la libertad de expresión y de prensa son fundamentales para evitar la tiranía y permitir la corrección de errores institucionales. Desde su lógica utilitarista, si la filtración sirve al bien público y revela prácticas indebidas, su valor moral puede superar su carácter ilegal.
Hannah Arendt, quién fue una
filósofa y teórica política germano-estadounidense, conocida por sus estudios
sobre el totalitarismo, el poder, la libertad y la naturaleza del mal, aporta
otra clave en su trabajo Verdad y política, ahí se discute el valor de
la verdad factual en la vida pública. Arendt critica la manipulación de la
información por parte de los poderes del Estado y sostiene que la ocultación
sistemática erosiona la confianza ciudadana. En contextos donde la reserva se
usa para encubrir negligencia o abuso, la filtración se convierte en un acto
político legítimo.
Michel Foucault, filósofo
francés, en sus estudios sobre poder y saber (Vigilar y castigar, La
verdad y las formas jurídicas), argumenta que el conocimiento es
inseparable del poder. Para Foucault, controlar la información es una forma de
gobernar. Filtrar datos reservados puede ser un modo de resistir la
concentración opaca del poder, visibilizando prácticas que de otro modo
permanecerían en la sombra. Desde esta mirada, el secreto judicial no es
siempre neutral: puede ser una “tecnología de control”.
El debate entre secreto investigativo y libertad informativa no tiene una solución universal. La ética contemporánea invita a analizar caso a caso. La filósofa Martha Nussbaum, desde una perspectiva de ética de las capacidades, sugiere que debemos evaluar qué capacidades humanas se ven afectadas. Si el secreto perjudica gravemente la agencia moral de los ciudadanos, podría estar justificada su ruptura.
Jürgen Habermas, otro filósofo y sociólogo
alemán, con su teoría de la acción comunicativa, plantea que la legitimidad
democrática surge del consenso racional en el espacio público. Si la reserva de
un caso impide deliberaciones fundamentales sobre el poder judicial o político,
la transparencia podría ser preferible para sostener la racionalidad
democrática.
En esta encrucijada se ubican los medios de comunicación, actores clave en la mediación entre el poder institucional y la ciudadanía. Su labor de informar tiene un fundamento ético y democrático indiscutible. Sin embargo, cuando se enfrentan a causas judiciales bajo reserva, deben ponderar si divulgar información filtrada cumple una función social o si, por el contrario, entorpece una investigación en curso.
Desde la óptica de Karl Popper, otro
filósofo austriaco-británico, conocido por su teoría de la falsación como
criterio de demarcación científica y por su defensa de la sociedad abierta –
nos dice que, una sociedad abierta requiere que las instituciones estén bajo
constante revisión pública. Los medios, en tanto fiscalizadores, podrían tener
la responsabilidad de divulgar información cuando el secreto sirve para
proteger intereses oscuros. No obstante, esta función debe ser ejercida con
responsabilidad epistémica, es decir, con la capacidad de discernir entre la
necesidad de informar y el riesgo de obstruir la justicia.
Otros autores nos recuerdan que
los actos sólo pueden ser evaluados dentro de una tradición moral coherente. Si
los medios actúan movidos por el sensacionalismo o intereses económicos, su
intervención en casos reservados no puede ser éticamente validada. Pero si
actúan como guardianes del interés público, incluso la transgresión puede tener
justificación moral.
En este marco, el rol de los
medios de comunicación es crucial. Su función de informar puede chocar con las
restricciones legales impuestas por la reserva, pero también puede ser una vía
de control social frente a abusos de poder. La pregunta clave no es solo si es
legal divulgar, sino si es legítimo desde el punto de vista democrático y
ético. Los medios deben actuar con prudencia, discernimiento y compromiso con
la verdad, asumiendo que en ocasiones el deber de informar puede entrar en
tensión con el deber de proteger.
Esta tensión es inherente a las
sociedades abiertas: entre el deber de proteger y el derecho a saber. Su
resolución no puede recaer solo en normas formales, sino en la deliberación
pública, el juicio ético, la responsabilidad cívica y el rol constructivo y
crítico de los medios de comunicación.
Finalmente, estamos nosotros: los
lectores, los ciudadanos de a pie, los consumidores de titulares y
revelaciones. Los que, con el desayuno en la mano y el ceño fruncido, decidimos
quién es culpable y quién inocente con la misma soltura con la que cambiamos de
canal. Quizás —solo quizás— deberíamos detenernos un instante a pensar qué
hacemos con la información que recibimos. ¿Nos vuelve más sabios? ¿Más libres?
¿O solo más ansiosos y mejor alimentados de escándalos?
Si Hobbes nos pide orden, Mill nos exige libertad, Foucault nos alerta del poder oculto y Arendt nos recuerda que la verdad también puede ser incómoda, ¿Qué nos exigimos a nosotros mismos como audiencia? Tal vez llegó el momento de que, entre tanto filósofo, también el lector saque su voz. ¿Estamos listos para eso? O, mejor dicho: ¿Nos conviene estarlo?