Escrito por: A PASO FIRME
En este espacio
de pensamiento crítico, los invito a internarnos en una reflexión diferente de
las habituales, esta vez los invito a navegar por ideas y reflexiones donde lo
políticamente correcto lo dejaremos en la puerta, para ingresar descalzos en el
terreno incómodo de las preguntas que casi nadie quiere hacer, con respuestas
que pocos quieren oír. Sin tratarse ni pretender de instalar una verdad, lo que
propongo es sentido común, el cada vez más escaso de los sentidos.
Occidente está
enfermo, no de una gripe pasajera, sino de un mal crónico que mezcla decadencia
política, corrupción moral y un espejismo de progreso; fuimos advertidos que toda
civilización vive su “ocaso” – al igual que sucedió con los grandes imperios,
donde todo comenzó con el nacimiento o conquista, para llegar a la consolidación y con
ello alcanzar su apogeo, para continuar posteriormente hasta su estancamiento,
devenir en decadencia y terminar viviendo el ocaso y caída –, pero aquí no
estamos en un museo: vivimos en carne propia una decadencia descrita por tantos
a lo largo de cada uno de los ciclos de nuestra historia.
Hagamos el
ejercicio de observar cómo esa caída libre ocurre frente a nuestros ojos, desde
gobiernos que prometieron seguridad a cambio de libertad, hasta potencias que
antes eran faros de democracia y ahora parecen caricaturas de sí mismas.
En un pequeño
país de centro-américa el miedo fue el combustible para la obediencia; durante
décadas las pandillas convirtieron las calles en cementerios a cielo abierto, entonces,
apareció un mesías político con un mensaje simple: “yo acabaré con ellos”. Y
cumplió. Hoy las cárceles rebalsan, la criminalidad se desplomó y el ciudadano
común, exhausto de funerales, aplaude la mano dura, así es como hoy lucen
orgullosos más de 1.000 días sin homicidios.
Ahí, el sacrificio,
a mi juicio, fue otro: el estado de derecho se convirtió en un lujo secundario.
El sospechoso ya no es inocente hasta probar lo contrario, sino culpable hasta
que la autoridad lo absuelva, por tanto, aunque los aplausos suenen fuertes, la
pregunta no es si este sacrificio traerá paz, sino si devolverá la democracia plena, más
lejos aún, ¿aporta y mejora la democracia en una sociedad que ha tocado fondo y
por tanto ha debido renunciar a mucho para recuperar la paz interna?, la
pregunta no parece baladí, más bien, parece bastante razonable para los tiempos
que vivimos. Dicho diferente, ¿están ahí las condiciones para una democracia que les permita avanzar sin ir de la mano de un gobierno que limita libertades a cambio de seguridad interna?
Disculpe que sea redundante; en tiempos
antiguos, un pensador escribió que, el pueblo cansado de la anarquía siempre
está dispuesto a entregar su libertad al soberano absoluto que promete orden.
Esa advertencia no era teoría: era premonición y aquí la vemos cumplirse, no en
los libros, sino en la carne viva de un pueblo que escogió seguridad a
cualquier precio.
Más al norte,
el imperio que alguna vez fue faro de libertad y progreso ha caído en la
paradoja de librar batallas contra sus propios aliados. En nombre del interés nacional,
se levantan muros arancelarios incluso frente a quienes fueron socios
estratégicos durante un siglo. El discurso es claro: “primero nosotros,
después… nadie”. El problema es que este imperio vive de su red de alianzas, no
de su aislamiento. El cemento que mantenía unida a la comunidad occidental se
está resquebrajando y lo irónico es que, al mismo tiempo que proclama grandeza,
se encierra en sí mismo, debilitando precisamente lo que lo convirtió en grande;
concedámosle sin embargo y por ahora el beneficio de la duda al liderazgo validado por una
abrumadora mayoría, donde la actual política encarna una reacción nacionalista
y proteccionista contra el globalismo liberal imperante, con un discurso
disruptivo que alteró el orden internacional establecido tras la Guerra Fría y que parecía ya superado.
Su política exterior hoy luce más como un reality show que una estrategia de
largo plazo. Da la impresión de que el coloso se debate entre querer ser
guardián del orden mundial o ser una rutilante estrella de televisión. Mientras
entretiene a las masas con frases altisonantes, el tablero geopolítico parece
moverse en su contra o al menos en otra dirección.
En el corazón
de Europa, al menos tres naciones que alguna vez fueron emblemas de cultura, filosofía y
modernidad atraviesan una crisis silenciosa pero profunda.
En una, la
locomotora industrial se encuentra oxidada: la energía cara, la industria en
retirada y una política más preocupada de la corrección ideológica que de la
productividad real. En otra, una isla orgullosa de su independencia se enredó
en una separación que prometía soberanía y terminó dejando cicatrices
económicas y sociales; finalmente en la patria de la “libertad, igualdad y
fraternidad”, los suburbios arden cada cierto tiempo, no solo por protestas
sociales, sino por un choque cultural que amenaza con fragmentar la identidad
misma de un país que cada día luce más irreconociblemente pálido respecto de la
grandeza y brillo que lo vio florecer.
Los países
nórdicos, tradicionalmente admirados por sus altos estándares de libertad,
igualdad y desarrollo social, comienzan a mostrar signos de retroceso frente al
desafío de sostener su vasto estado de bienestar. El costo de mantener tan
amplios derechos sociales para una población cada vez más diversa, se ha visto
tensionado por políticas de inmigración muy abiertas, que, si bien buscaban
integración y solidaridad, han generado dificultades en la cohesión cultural y
en la sostenibilidad del sistema. A ello se suma un debate moral interno:
sociedades de gran probidad y ética cívica, pero que, en su apertura, han
impulsado transformaciones en torno a temas de sexualidad y género que no todos
perciben como progreso, sino como una forma de libertinaje que debilita los
valores tradicionales. En este cruce de tensiones —entre inclusión,
sostenibilidad y moral social— se refleja el ocaso parcial de un modelo que
alguna vez fue visto como el ideal del estado moderno.
El Viejo
Continente, que alguna vez dictó las reglas del mundo, hoy se consume en
debates internos sobre identidad, migración, género y memoria histórica. Como
escribió un pensador francés en el siglo XIX, “los pueblos no mueren de hambre,
mueren de aburrimiento”. Hoy Europa parece morir, lentamente, de un exceso de
relativismo.
Si hay un
continente que ha convertido la política en tragicomedia, es el nuestro. Así es
como tenemos un país austral, ejemplo durante décadas de estabilidad y
progreso, que llegó a ser el oasis de Latinoamérica pero que sin embargo ardió
en octubre de 2019. Jóvenes iluminados, al calor de barricadas y adoquines,
prometieron refundar la nación desde sus cimientos. Hoy, apenas unos años
después, esos mismos gobiernan con la torpeza de adolescentes que confunden
consignas con políticas públicas. El resultado: una economía estancada,
inseguridad, cesantía, más un descontrol migratorio inducido bajo el eslogan de
“migrar es un derecho”, ahora desborda la paciencia ciudadana y relega las
necesidades más básicas a los nacidos de esa tierra, para poner primeros en la
fila a aquellos que sin importar si ingresaron por la puerta o la ventana, hoy
copan los servicios que el resto les financia.
Cruzando la
cordillera, otro país intenta dinamitar más de 70 años de un modelo populista
que destruyó lo que alguna vez fue la joya económica de América. Su líder de
turno habla de motosierra y libertad, pero la carga del pasado es pesada:
corrupción enquistada, deudas impagables y una sociedad fragmentada. Así y
todo, los avances superan incluso las expectativas que ellos mismos tenían, sin
embargo, ya comienzan a batirse tambores que hablan de corrupción, ¿propaganda
o realidad?, aquello está por verse.
Más al norte, en
el mismo continente, el socialismo convertido en narcoestado devoró a una de
las naciones petroleras más ricas del planeta, la más rica del barrio en algún
momento, hoy saqueada por ideologías perversas al amparo de una sociedad que no
comprendió el valor de la responsabilidad cívica y la libertad. Luego, tenemos una
isla que fue potencia azucarera, pero que hoy compite con otra isla, sólo al
nivel de determinar dónde hay más miseria. Por otra parte un país que hasta hace pocos años tuvo un
caudillo cocalero que destrozó la economía de su nación andina y hoy con nuevas
y renovadas luces, pronto intentará recuperar décadas de división y corrupción a
efectos de volver a insertarse alejados del eje del mal. Siguiendo en este
viaje por el continente, un ex guerrillero convertido en presidente que llegó
al poder para demostrar que la violencia del pasado no era un error, sino un
camino, el mismo que cubierto de sombras intenta zafarse de la autoría de
crímenes contra sus opositores que luchan para convertirse en una alternativa
real al proyecto de decadencia y corrupción imperante; situación muy similar a
otro país en Centroamérica, con un gobernante tan siniestro como el recién
descrito, dueño de un autoritarismo populista que sostiene el control absoluto
de las instituciones, la represión de opositores y el debilitamiento de la
democracia bajo el discurso de revolución y soberanía nacional, donde por
cierto, también suscribe la política de aniquilar a sus adversarios políticos.
Párrafo aparte
merece el gigante de Sudamérica, el que vive una paradoja que erosiona
gravemente su prestigio democrático: el retorno al poder de un expresidente que
había sido condenado por corrupción, liberado en un proceso judicial cargado de
controversias y cuestionamientos de legitimidad. Esta decisión abrió la puerta
a que un líder con cuentas pendientes frente a la ciudadanía volviera a
gobernar, mientras al mismo tiempo se desplegaba una ofensiva judicial
implacable contra su principal adversario político, acusado y procesado bajo
sospechas que muchos consideran más políticas que jurídicas. Todo ello agravado
por el rol de un Tribunal Supremo cuya imparcialidad y credenciales
democráticas son ampliamente debatidas, lo que alimenta la percepción de que la
justicia ha dejado de ser un poder neutral para convertirse en un actor
político decisivo. Así, una nación con el potencial de encabezar el desarrollo
regional se ve atrapada en un laberinto de polarización y desconfianza
institucional, donde la justicia se percibe más como instrumento de poder que
como un garante de derechos.
En suma, la
región se ha vuelto un museo de fracasos: dictaduras perpetuas, presidentes
encarcelados, suicidios políticos y democracias frágiles, lo más grave:
sociedades resignadas a sobrevivir entre cinismo y corrupción, como si nada
mejor fuera posible. Sociedades que viven los efectos de un péndulo que oscila
entre dosis de libertades versus totalitarismos aniquilantes, sin encontrar un
equilibrio que otorgue sustento a largo plazo.
Entre tanta
decadencia, en el viejo mundo, en pequeños países surgen poderosas ideas que
nadan contra la corriente. No todos ellos son potencias tradicionales, sin
embargo, entendieron que ceder soberanía a burócratas globales es perder
identidad. Defienden fronteras, familia, tradiciones y fe, aunque se les tache
de autoritarios o reaccionarios, ellos evidentemente promueven un nacionalismo
que lucha por recuperar el valor de la familia y tradiciones arraigadas por
siglos, estos pequeños gigantes parecen ser los que al menos en esta etapa del
ciclo, intentan con mayor fuerza mantener encendido el faro que conduce a reconstruir
robustamente los pilares básicos de la sociedad occidental, me refiero a derechos
humanos más relevantes como el derecho a la vida, la libertad de decidir sobre
sí mismos sin violar los derechos de los demás y el derecho a la propiedad
privada.
Alguna vez
alguien afirmó que “el verdadero progreso es dar la vuelta atrás cuando se ha
equivocado de camino”. Eso hacen hoy esas sociedades: no buscan ser aplaudidas
en foros internacionales, sino proteger lo que aún consideran sagrado, incluso
cuando grupos poderosos los miren con desprecio, quizás allí, en esas verdaderas
islas de resistencia, esté el germen de un renacimiento.
Mientras
tanto, en Oriente se consolida un gigante que no necesita elecciones para
legitimar su poder. Su fuerza radica en disciplina, producción y estrategia a
largo plazo. Mientras Occidente discute pronombres, este gigante diseña
satélites y los pone en órbita, controla minerales y expande su influencia por
el globo.
Este gigante
desafía los moldes de la democracia liberal: sin elecciones libres ni
pluralismo político ha encontrado en la disciplina social, la producción masiva
y la estrategia de largo plazo la base de su legitimidad. Su modelo se sostiene
en la eficacia antes que, en la libertad, sacrificando la propiedad privada, el
pensamiento crítico y la expresión ciudadana en nombre de la estabilidad y el
progreso colectivo, el control social está a la orden del día y rige el destino
de millones en las grandes ciudades y en el resto del planeta cuando se les
permite invertir fuera de sus fronteras. Mientras Occidente debate sobre
consensos y derechos, ellos avanzan con un proyecto centralizado que convierte
al individuo en engranaje de una maquinaria nacional, demostrando que el poder
no siempre necesita votos para consolidarse, sino resultados tangibles que
alimenten el orgullo y la obediencia de millones.
Lo que ocurre ahí
no es exactamente una paradoja entre democracia y totalitarismo, porque aquel régimen
no se define como democrático en el sentido occidental de elecciones
competitivas, separación de poderes y libertad de expresión. Más bien, es un
modelo de autoritarismo con legitimidad de desempeño, es decir, el partido gobernante
no obtiene su poder de las urnas, sino de los resultados que ofrece
—crecimiento económico, aparente estabilidad social, proyección internacional y
control—. La paradoja, en todo caso, surge en la percepción externa: mientras
para Occidente el progreso debe sustentarse en derechos individuales y
participación política, para este gigante de Oriente se justifica el control
férreo del Estado como precio a pagar por la prosperidad colectiva. Podría
decirse que no es una mezcla de democracia y totalitarismo, sino un
totalitarismo pragmático, que sacrifica libertades a cambio de orden y
desarrollo, cuya eficacia pone en entredicho la supuesta superioridad
incuestionable de la democracia liberal.
Sobre Europa
hace ya tiempo se cierne otra sombra: la expansión de una corriente ideológica
de raíz religiosa y profundamente expansionista que no se conforma con
coexistir. No hablamos de fe sincera, sino de un proyecto ideológico que busca
hegemonía. Sus templos se multiplican, los barrios se transforman, las
protestas ondean banderas que insisto con fuerza, no llaman a convivir, sino a
someter. Lo que en principio se presentó como multiculturalismo se acerca
peligrosamente a un poder hegemónicamente monocultural, la caída del imperio
Otomano no significó abandonar una aspiración propia del origen de ese imperio
y que era la supremacía y control de los infieles, es decir, de todos aquellos que
profesan una fe diferente a la de ellos, por el contrario, primero silenciosamente
y hoy de forma abierta, se abren paso a este control ideológico de raíz
religiosa.
Con todo lo
anterior, cuando uno mira a Occidente hoy, es inevitable sentir una mezcla de
orgullo y tristeza. Por un lado, orgullo por lo que alguna vez fuimos capaces de
construir: democracias fuertes, sociedades vibrantes, pletórica de reales
pensadores, con arte, ciencia, progreso. Tristeza en el lado opuesto, porque lo
que vemos en el espejo actual no se parece mucho a los sueños que teníamos
cuando éramos niños. Quizás Calderón de la Barca tenía razón al afirmar que
“los sueños, sueños son”, sin embargo, me niego a pensar que aquello pueda ser
aplicado a nuestras aspiraciones de mundo y sociedad que pretendemos.
¿Recuerda? De
pequeños, con inocencia, cerrábamos los ojos mientras nos decían que el futuro
sería luminoso: imaginábamos autos que volarían, ciudades inteligentes, paz
mundial, un planeta unido por la razón y la justicia. Nos hicieron creer que
todo lo bueno estaba por venir, nos hablaban de un siglo XXI en el que nuestras
necesidades estarían satisfechas producto del desarrollo de nuestro esfuerzo intelectual,
creatividad, disciplina y perseverancia, hoy sin embargo, miramos atrás con
nostalgia y de alguna forma quisiéramos volver a algún punto de nuestro pasado,
volver quizás para esta vez darnos el tiempo de disfrutar lo que teníamos comprendiendo
en profundidad su valor intrínseco, o quizás volver para darnos la oportunidad utópica
de corregir y reescribir desde ahí el futuro, ambas situaciones verdaderamente
imposibles, porque al volver a abrir los ojos, terminamos aterrizando en la
dura realidad que significa aceptar que, aquí estamos: discutiendo no cómo
conquistar las estrellas, sino cómo sobrevivir a la corrupción, la violencia y
el miedo.
Entre lo
posible y lo ideal se abrió un abismo. Lo posible nos muestra gobiernos que nos
ofrecen seguridad a cambio de libertad, sociedades que ceden ante la comodidad,
pueblos enteros que aceptan la mentira porque la verdad resulta demasiado
dolorosa e incómoda. Lo ideal en cambio, sigue ahí, intacto, como un faro
lejano que todavía ilumina, aunque cada vez más débilmente.
Quizás nos
hemos vuelto adultos demasiado pronto, cansados y conformistas. Hoy nos
preguntamos si acaso ese futuro murió antes de nacer, o si aún late, escondido,
esperando que lo reclamemos. Lo cierto es que la confusión está ahí: ¿debemos
aceptar lo que hay, resignarnos a este mundo decadente, o atrevernos a
perseguir lo que soñamos alguna vez? Entre esas dos orillas navegamos, y a
veces pareciera que Occidente ha decidido dejarse llevar por la corriente, sin
remar, sin voluntad, esperando que otro decida por nosotros.
Todavía nos
queda una certeza: el presente. Aunque frágil y convulso, sigue siendo nuestro.
Quizás ha llegado el momento de comprender que avanzar requiere gestos de autentica
generosidad, capaces de desprendernos de egos, egoísmos y vanidades. Solo así
podremos construir un futuro sostenible y sustentable, entregándolo todo en ese
efímero instante que nos pertenece: el ahora.
Tal vez el
desafío no sea recuperar lo que fuimos, sino atrevernos a recordar lo que
soñamos, tal vez el camino no sea escoger entre seguridad y libertad, sino
preguntarnos qué sociedad queremos dejarle a quienes aún creen que el futuro
puede ser un lugar aceptable.
No estamos
ante un accidente, sino ante el resultado de incontables décadas de decisiones
erradas, de valores diluidos, de comodidad disfrazada de progreso. Quizás, como
dijo un pensador alemán, la historia se repite dos veces: Una vez como
tragedia, otra como farsa.
La farsa está
aquí. La tragedia aún puede evitarse.
Quizás
Occidente aún tenga la oportunidad de renacer, pero no será con aplausos
fáciles ni con promesas de falsa seguridad: será con sacrificio, con coraje y
con una memoria que se niegue a olvidar quiénes fuimos y qué valores nos
hicieron grandes.
Varias
preguntas me golpean con fuerza al final de esta reflexión, ¿estamos dispuestos
a resignarnos, o todavía tenemos el valor de luchar por el mañana que alguna
vez imaginamos con los ojos inocentes de un niño?, ¿podrá Occidente resistir o
más bien, querrá resistir?, dicho de otra forma, más brutal, más incisiva y más directa,
siento que ya no se trata de si podemos salvarnos, a mi juicio se trata de si todavía
queremos hacerlo, para qué y a partir de cuándo.