Escrito por: A PASO FIRME
Vivimos tiempos en los que el
debate político ha sido secuestrado por una horda de bufones de las redes y
patrioteros de teclado que, en lugar de combatir al verdadero adversario,
prefieren ensañarse con su propia trinchera. Son los enanos intelectuales de la
política, aquellos que, incapaces de construir, se dedican a dinamitar desde
adentro, creyendo que su mezquindad es sinónimo de lucidez.
Las redes sociales han dado voz a
muchos, y eso no es un problema per se. El problema es que han amplificado la
voz de quienes, desde la cobardía del anonimato o la osadía de la ignorancia
pública, han convertido la política en una competencia de a ver quién destruye
más rápido lo que otros intentan edificar. Son los francotiradores de la nada,
los que disparan contra sus propios aliados en nombre de una pureza ideológica
que no resiste el menor análisis.
El patriota de teclado es ese
personaje que, con la furia de un león tras una pantalla, exige pureza
doctrinaria absoluta, pero en la vida real es incapaz de organizar algo más
complejo que un grupo de WhatsApp. Son los inquisidores de la ortodoxia política,
los que exigen pruebas de fidelidad constante, siempre con el dedo acusador
listo para señalar traidores donde solo hay matices o estrategias distintas. No
combaten al enemigo real porque eso requiere esfuerzo, conocimiento y coraje;
prefieren desangrar a los suyos, debilitando cualquier posibilidad de victoria.
Luego están los bufones de las
redes, esos que creen que la política se gana con memes y chistes baratos, que
confunden el activismo con el espectáculo mediático y que se especializan en
generar escándalos efímeros para el aplauso fácil de una audiencia que, en el
fondo, no los toma en serio. Su daño es doble: por un lado, convierten el
debate en una caricatura; por otro, hacen creer a sus seguidores que la
política es solo espectáculo y no estrategia, trabajo y sacrificio.
Y no podemos olvidar a los enanos
intelectuales, esos personajes que, a pesar de tener voz y presencia, no
aportan nada más que frases altisonantes y consignas vacías. Son los que, desde
su mediocridad, atacan a quienes realmente están construyendo algo, no porque
tengan mejores ideas, sino porque su irrelevancia les obliga a hacerse notar de
algún modo.
Luego están las tribus de
ideólogos y panfleteros, pequeños feudos dentro del mismo sector político que,
en lugar de fortalecer la causa común, la fracturan aún más. Son sectas de
pensamiento rígido que rechazan cualquier disidencia, convencidos de que su
visión es la única válida. Entre el dogmatismo de unos y la simpleza
propagandística de otros, estos grupos terminan convirtiendo la lucha política
en un ejercicio de autodestrucción, donde la dudosa lealtad es más importante
que la efectividad y el ruido se impone sobre la razón.
Pero si hay una categoría que
merece un desprecio especial, es la de los tahúres de la política. Son los
apostadores compulsivos del destino nacional, esos personajes que no hacen
política, sino que juegan a la ruleta con ella. Se alimentan de predicciones
grandilocuentes, asegurando con aire de certeza que tal candidato ya está
muerto, que tal movimiento es imparable, que este o aquel error es el golpe
final. No hacen campaña, no construyen proyectos, no pelean batallas: solo se
sientan en la tribuna a lanzar profecías de salón como si la política fuera un
casino en el que solo ellos saben contar cartas. Cuando aciertan, se pavonean
como si fueran oráculos infalibles; cuando fallan, se escabullen con el mismo
cinismo con el que juegan a la adivinanza. Su existencia es un veneno para
cualquier causa seria, porque promueven la pasividad, el fatalismo y el
derrotismo entre quienes deberían estar luchando en lugar de especulando.
Mientras tanto, el adversario
real observa y sonríe. No necesita esforzarse demasiado porque sabe que la
autodestrucción viene desde dentro. Divide y vencerás, una estrategia que estos
pseudoactivistas aplican sin darse cuenta de que están cavando su propia tumba.
O quizás sí se den cuenta, pero les importa más su ego que el verdadero
propósito de la lucha política.
Si la política quiere sobrevivir
al siglo XXI, debe librarse de estos lastres. Se necesita menos ruido y más
acción, menos puristas de la derrota y más estrategas de la victoria. Mientras
los bufones de las redes, los patrioteros de teclado, los enanos intelectuales y los tahúres de la política sigan dominando el debate, la política seguirá siendo un espectáculo triste
donde los únicos que ganan son los que jamás se ensucian las manos.