lunes, 14 de julio de 2025

2025: ENTRE LOS FANTASMAS DEL PASADO Y LA MISERIA DEL PRESENTE


 

Escrito por: A PASO FIRME

El mundo está ardiendo y no es una metáfora, es la escena literal de un planeta descompuesto: guerras que se multiplican como plagas, economías fracturadas, oleadas de migrantes que huyen de todo menos de la desesperanza, y una élite global que juega ajedrez sobre un tablero de ruinas. Mientras tanto, en Chile, seguimos discutiendo a Allende y a Pinochet como si aún estuvieran vivos. Y quizás lo están, no en cuerpo, pero sí en espíritu: los extremos los han resucitado para seguir desgarrándonos por dentro.

A más de medio siglo del quiebre institucional de 1973, no hemos aprendido nada. Absolutamente nada. Ni del socialismo mesiánico que prometía el paraíso sin tener pan, ni del gobierno cívico-militar que trajo orden al precio de la sangre. No hay superación, no hay madurez política. Sólo hay una disputa obscena por ver quién manipula mejor el trauma nacional.

Hoy nuestro país se enfrenta a una nueva encrucijada, y no es menos peligrosa que la de entonces. La polarización no es una amenaza futura: es la realidad presente. Lo más triste es que no se debe a las ideas, sino a la falta de ellas. Los discursos se repiten como letanías de odio: unos prometiendo que vendrá el hambre de la UP si gana la izquierda; otros advirtiendo que sin una mano firme y dura como la del general Pinochet no hay futuro posible. ¿Ese es el debate que nos merecemos en 2025?

Y el “centro”, ese supuesto espacio de moderación no existe. No tiene rostro, ni voz, ni alma. Fue devorado por su cobardía, por su falta de convicciones, por su terror al conflicto. Ya nadie cree en los acuerdos, porque nadie los encarna. El centro político no es opción: es un fantasma que recorre pasillos del Congreso sin decir nada, sin hacer nada, sin representar a nadie.

Y cuando creíamos que el cinismo había tocado techo, aparece ChileVamos. Esa pseudo derecha que ahora nos pide a gritos unidad para enfrentar al comunismo, como si recién lo hubieran descubierto. Como si no hubieran sido ellos quienes lo alimentaron, le abrieron las puertas y entregaron cuotas de poder. ¿O acaso no empoderaron a Jeannette Jara, hoy presidenciable del PC, sin el menor pudor? Ahora nos llaman a “cerrar filas” para impedir su triunfo, como si fuéramos idiotas, como si no fuera evidente el doble juego, el plan burdo: levantar al monstruo, y luego llegar como salvadores. Es como si un pirómano se quejara del incendio que él mismo provocó; es una bofetada a la inteligencia del electorado y, lo que es peor: es una burla a la historia.

Hoy la política chilena es un mercado de apariencias: no importa lo que haces, sino a quién logras culpar. Los partidos tradicionales ya no existen para proponer un país, sino para sostener sus propios privilegios. Se han enquistado en una sociedad apática, desconectada de la política y alejada de cualquier noción de responsabilidad cívica. Esa misma anomia, esa renuncia colectiva a involucrarse, nos ha sumido en un caos valórico profundo. Hemos perdido el ethos que alguna vez nos cohesionó, ese sentido compartido de propósito y pertenencia que, con todos sus defectos, nos permitió avanzar hacia la prosperidad. Una prosperidad que no supimos valorar ni cuidar. Pagamos el precio por despreciar todo lo que no fuera nuestro metro cuadrado, por abandonar la idea de nación en favor del confort individual. Hoy no hay estrategia, no hay proyecto, no hay misión ni visión de país. Sólo hay cuotas, hay listas, hay cocinas políticas y operadores reciclados, en cambio, hay un pueblo que grita por lo más básico: vivir sin miedo, caminar sin ser violentado, que el asesino no salga libre y que el corrupto pague caro su osadía, que la frontera exista para mantenernos alejados de las redes de narcotráfico y los indeseados, que el sueldo alcance y que la justicia funcione. Nada más. Nada más.

Pero ni eso pueden ofrecer.

No se equivoquen: este hartazgo no es de derecha ni de izquierda, es de sentido común. Es el clamor de esa mayoría silenciosa que no quiere volver al 73, pero que tampoco quiere aceptar que 2026 empiece a parecerse. Esa mayoría no quiere discursos con olor a naftalina, ni líderes de utilería fabricados para la coyuntura. No quiere apretones de mano falsos ni abrazos cínicos. Lo que exige es claro: seguridad, orden y justicia. Y eso no debería encontrarse en los extremos, no deberíamos vernos forzados a repetir historias con finales tristes. Sin embargo, aquí estamos otra vez, mirando hacia un extremo de la misma cuerda, el único que parece ofrecer algo parecido a coraje, aunque haya sido convenientemente tergiversado por quienes necesitan siempre que elijamos entre democracia o caos, como si no existiera otra salida.

No nos perdamos en esa trampa. No hay ni habrá posibilidad alguna de reeditar los casi 17 años del gobierno cívico-militar, y no por moralismo, sino por una razón muy simple: no podemos seguir creyendo que las Fuerzas Armadas resolverán lo que el poder civil no ha tenido el coraje de enfrentar. Porque cuando los políticos fallan, cuando no asumen sus errores, lanzan a otros al fuego para salvarse ellos. Y lo peor es que muchos de esos mismos siguen hoy circulando por los pasillos del poder, impunes, vendiendo recetas fracasadas que aún encuentran compradores. Compradores no por convicción, sino por falta de agallas.

Pero esta crisis no es obra exclusiva de los corruptos, de los ambiciosos ni de los fanáticos, no nos perdamos en aquello, también es fruto del silencio de quienes miran para otro lado, de los que se acostumbraron al deterioro, de los que prefieren callar para no incomodarse. Las grandes ruinas de las naciones no se levantan sólo por la acción decidida de quienes hacen el mal, sino también por la pasividad de quienes, pudiendo impedirlo, optan por no hacerlo. Cada vez que renunciamos a involucrarnos, a exigir, a pensar críticamente, abrimos una grieta más en el edificio de nuestra república. Y cuando finalmente se venga abajo, no podremos decir que no lo vimos venir, porque lo vimos y sencillamente lo dejamos pasar.

El precio de mirar hacia el lado no es sólo la pérdida de la libertad: es tener que vivir bajo el dominio de quienes jamás debieron gobernar y, eso es algo que las generaciones actuales parecen no comprender, porque no lo han experimentado como nosotros. Al fin y al cabo, nadie puede hablar del sabor del jugo de naranjas si nunca lo ha probado, pero la pregunta es otra: ¿Es necesario beber cicuta para entender que puede matarnos? Porque si no despertamos a tiempo, serán precisamente los indiferentes, los porfiados, los corruptos o los peores quienes decidan, con su pasividad o su obstinación, condenarnos a repetir la historia que tanto costó escribir… y aún más, superar.

La historia no va a absolver a nadie y menos a los cobardes. Chile ya no necesita más mártires ni caudillos: necesita adultos, adultos responsables.

miércoles, 9 de julio de 2025

EL ECO DEL OLVIDO

 






Escrito por: A PASO FIRME

 

    Han pasado más de cincuenta años desde que Chile, dividido por ideologías irreconciliables, casi se desangra a sí mismo. No fue un terremoto, ni una guerra extranjera, sino una destrucción interna, una implosión provocada por el afán de imponer un régimen socialista radical, liderado por Salvador Allende, que fracturó al país, destruyó la economía, desató violencia y llevó a enfrentar a chilenos contra chilenos.

    Hoy, medio siglo después, cuando ya se creía que esas lecciones estaban aprendidas, Chile se encuentra nuevamente frente al mismo abismo, esta vez disfrazado de democracia, con la posibilidad real de elegir presidenta a una comunista: Jeannette Jara.

¿Cómo se llega a esto? ¿Qué debe pasar en una sociedad para querer revivir su propia tragedia?

    La respuesta no está en el presente. Está - a mi juicio - en las décadas de abandono, en una batalla cultural que se perdió en silencio. Mientras la política se reordenaba en los 90’s tras la recuperación democrática, se cometió un acto que pasaría inadvertido, pero que sería decisivo: la eliminación de la asignatura de Educación Cívica. No hubo debate, no hubo alerta, no hubo resistencia y, con ese acto, se arrancó de raíz el deber ciudadano de conocer la historia, de entender las instituciones, de saber cómo funciona y se protege una democracia.

    Mientras tanto, los que perdieron en el plano político —los derrotados del proyecto de la UP— ganaron en el terreno de las ideas, de los símbolos, del lenguaje, del relato. Y nadie se los impidió. Contaron la historia como quisieron, como si hubieran sido víctimas inocentes de una tragedia sin causa, como si la violencia, el quiebre institucional y la insurrección no hubiesen existido.

    Se impuso su versión en las aulas, en la cultura, en los medios y, lo que es peor, en la conciencia de los más jóvenes, los mismos que más tarde se convertirían en la generación de reemplazo de una sociedad que había decidido esconder la fractura en vez de trabajar por sanarla. Mientras el país retomaba su rumbo democrático, se perdió una oportunidad histórica: la de contar con verdad y por dolorosa que resultara, con matices y sin eufemismos, lo que realmente ocurrió durante los años de la Unidad Popular y sus consecuencias. Padres que callaron por temor o cansancio, profesores que optaron por la comodidad ideológica o el adoctrinamiento, una prensa más preocupada de los símbolos que del fondo y, una clase política que eligió el consenso artificial por sobre la pedagogía cívica, todos fueron parte del pacto tácito de silencio o de distorsión.

    En vez de abrir espacios de diálogo intergeneracional donde el dolor, la responsabilidad compartida y las lecciones del pasado sirvieran como cimiento de una democracia robusta y madura, se optó por reescribir la historia en blanco y negro, con héroes y villanos definidos por conveniencia, no por hechos. Así, los jóvenes crecieron sin comprender realmente qué fue lo que sus padres y abuelos vivieron, sin dimensionar las causas reales del quiebre institucional y, mucho menos el peligro de repetir ese mismo error con otras palabras y rostros nuevos. El resultado fue una generación desconectada de su raíz histórica, más emocional que racional, convencida de que todo lo anterior fue oscuridad y represión, y que lo nuevo —aunque radical— representa dignidad y justicia.

    Ese fue el triunfo más silencioso, pero más profundo, de una batalla cultural que nunca se quiso dar: la entrega del relato nacional a quienes fueron derrotados políticamente, pero que supieron ganar en el terreno de las conciencias.

    Chile abandonó la responsabilidad y abrazó la comodidad. Se dejó de hablar de deberes, de esfuerzo, de sacrificio. Se exaltaron los derechos como si fueran eternos, automáticos, desvinculados de cualquier compromiso. La prosperidad alcanzada gracias al trabajo de millones fue vista no como una conquista, sino como una deuda pendiente. La meritocracia fue reemplazada por la victimización; la libertad por la igualdad forzada; la superación personal por el resentimiento.

    Y así, generación tras generación, se incubó una cultura que desprecia el trabajo como camino a la libertad. A los jóvenes se les enseñó que el trabajo es una forma de opresión, que esforzarse es someterse, que enriquecerse por medios propios es ser cómplice de un sistema injusto. La narrativa marxista se filtró en las rendijas de la democracia, no con armas, sino con eslóganes, con frases bonitas, con canciones de moda y con profesores adoctrinados.

    Se instaló la idea perversa de que el trabajo enriquece al rico y empobrece al pobre. Que el esfuerzo es explotación. Que merecer la felicidad no depende de ganársela, sino de exigirla como derecho. Y así, el joven chileno dejó de mirar al futuro como un desafío, y comenzó a mirarlo como una promesa que otro le debe cumplir.

    La batalla cultural se perdió porque nadie la quiso dar. Porque los que sabían, callaron. Porque los que gobernaban, transaron. Porque los que se enriquecieron con el modelo, jamás lo defendieron. Y porque una sociedad que solo quiere ser feliz, pero no responsable, está condenada a ser esclava de quienes sí tienen un proyecto claro… aunque sea totalitario.

¿Qué ocurrió adicionalmente? ¿Cómo una sociedad que vivió en carne propia los efectos de un experimento ideológico puede hoy, sin mayor resistencia, abrirle nuevamente la puerta?

La respuesta es compleja, pero dolorosamente clara: falló la memoria colectiva.

    Chile, como tantas otras sociedades, cometió el error de pensar que el paso del tiempo cura todas las heridas. Pero no basta con el tiempo; se necesita conciencia, educación, verdad y valentía para enfrentar lo que fue. En vez de enseñar la historia reciente con honestidad, se la escondió, se la minimizó o, peor aún, se la reinterpretó con fines ideológicos. En los colegios, universidades y medios de comunicación, se borraron matices, se idealizó al pasado y se demonizó selectivamente al adversario.

    Las nuevas generaciones que nunca necesitaron hacer una fila indigna y forzada para obtener un trozo de pan, han sido criadas con una visión parcial, superficial, a veces romántica, del socialismo revolucionario. Se les ha hablado de "luchas sociales", de "resistencias populares", de "dignidad arrebatada", pero no se les ha contado que en nombre de esas luchas también se sembró el caos, se intentó subvertir el orden democrático, y se arrinconó al menos a medio país.

    La falla de la sociedad no fue el conflicto, sino el silencio posterior. Nos volvimos cómodos. Los que vivieron aquellos días prefirieron callar, por dolor, por miedo, por cansancio. Y las instituciones —los partidos, los medios, la educación— no cumplieron con su deber de preservar la memoria crítica.

¿Será que el tiempo nos juega en contra? Sin duda. El tiempo, cuando no se acompaña de memoria, es un cómplice del olvido. Y el olvido es el terreno fértil para repetir errores. La juventud de hoy no recuerda, porque no vivió. Y muchos adultos tampoco enseñaron, porque no supieron cómo hacerlo o no quisieron remover viejas heridas.

    Hoy vemos cómo las promesas del populismo vuelven a encantar: derechos para todos, justicia social, enemigos comunes, refundaciones. Pero lo que se oculta —como ayer— es el precio: la libertad, la institucionalidad, el respeto al otro, la paz.

    Chile está a punto de tropezar con la misma piedra, no por ignorancia, sino por negligencia moral. Porque una sociedad que no protege su historia, que no defiende su verdad, que no se reconoce en sus propios errores para no repetirlos, está condenada a revivirlos. Y esta vez, el costo podría ser aún mayor.

    Hoy Chile no está al borde de repetir su historia. Ya comenzó a hacerlo. El olvido, el abandono de los valores republicanos, la confusión moral, el desprecio por el mérito y el adoctrinamiento disfrazado de justicia social han pavimentado este camino.

    Y si no se despierta pronto, si no se recupera la memoria, si no se defiende la verdad, será demasiado tarde. No por culpa de un partido ni de una candidata, sino por culpa de todos nosotros.


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